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lunes, 31 de julio de 2006

El teatro libanés y sus convidados de piedra

lunes, 31 de julio de 2006
Pedro Buendía (*)
Una mujer libanesa, con una bandera de Hizbulá,
en Beirut. (Foto: AP)

La tormenta militar que se avecina desde el sur del Líbano dista mucho de ser un conflicto bilateral al uso entre dos estados soberanos. No lo es ahora, como no lo fue en el 82, cuando el ejército israelí plantó sus tanques en los suburbios de Beirut para forzar a la OLP de Yasir Arafat a huir hacia Túnez. Desde aquellos años, el Líbano no ha dejado de ser, para desgracia de sus ciudadanos, un estado títere y alienado, primero por la ocupación siria y luego por la influencia militar, económica y estratégica de Irán en el sur del país, donde Hizbulá gobierna con puño de hierro.

El asesinato en febrero de 2005 de Rafik Hariri, el más destacado líder antisirio del Líbano, supuso un punto de inflexión en el lánguido panorama político libanés y propició la resolución 1559 de la ONU, que exigía la retirada de todas las fuerzas sirias y el desarme de las facciones armadas, incluida Hizbulá. Aunque las tropas sirias se retiraron a regañadientes, Hizbulá y otras milicias afines nunca se desarmaron, y en mayo de 2005 cosecharon un importante triunfo electoral en el sur del país.

A pesar de la llamada 'revolución de los Cedros', que pedía a gritos el fin de la dominación siria, poco o nada cambió en el país, donde el presidente Émile Lahoud, fiel vasallo de Damasco, se mantiene en el poder, y Hizbulá se ha convertido en una potente fuerza política cuyas milicias tratan de ocupar el puesto dejado por el ejército de Bashar al Asad.

En esta situación, y en plena vorágine por el secuestro del soldado israelí Gilad Shalit, un nuevo frente se ha abierto por el norte, con el rapto de otros dos soldados por parte de Hizbulá. Aunque parece que el secuestro se originó en una de tantas refriegas fronterizas, el móvil operativo es el mismo que en Gaza, incluyendo un eventual y desmedido canje de secuestrados por prisioneros.

El jeque Hasan Nasrallah, jefe de Hizbulá y hombre fuerte de Irán en la zona, ya había señalado en abril su determinación de recuperar por la fuerza a Samir al-Quntar, que en 1979 asesinó a tres israelíes en Naharia. La ocasión le viene ahora de perlas para presentarse como aliado y defensor de los palestinos, mostrando el secuestro de los dos soldados como un intento de suavizar la presión israelí sobre las poblaciones palestinas de Gaza.

Así pues, el gobierno israelí de Ehud Olmert tenía pocas opciones, y ninguna cómoda. Podía copiar el patrón de la actual crisis con Hamás, arremetiendo directamente contra Hizbulá. De ese modo estaríamos ante una página más de un conflicto local y aislado, sin solución fácil, y que hubiera proporcionado a la comunidad internacional la excusa perfecta para desentenderse tras unas pocas soflamas diplomáticas.

El propio Hizbulá, además, habría salido enormemente fortalecido de un escenario como ese, y el presidente libanés Émile Lahoud y su patrón sirio Basshar al Ásad se lavarían las manos, acusando nuevamente a Israel de injerencia en el sur del Líbano. Ningún cambio, pues, en el plano geoestratégico de la región, excepto que Israel tendría que mantener una carrera contrarreloj en dos frentes para liberar a sus soldados.

En cambio, emprendiendo una onerosa acción militar a gran escala, Israel ha responsabilizado al Ejecutivo libanés de albergar, consentir y patrocinar a una organización terrorista como Hizbulá, y ha elegido como interlocutor al propio Lahoud, apuntando directamente a Damasco y Teherán.

Efectos en toda la región

Este movimiento afectará forzosamente a todas las fuerzas geopolíticas de la región, y no será extraño que Ahmadineyad, presidente de Irán, o alguno de sus voceros aparezcan pronto en escena, mientras en sus instalaciones se sigue enriqueciendo un uranio cada vez menos pacifista. El doloroso mensaje de Israel es contundente: más allá de sus soldados y de su propia seguridad, no consentirá la más mínima interferencia de Damasco o de Teherán en su contencioso con Hamás.

El coste y calado de esta opción, no obstante, serán mucho mayores: vidas civiles y militares, graves repercusiones económicas, desestabilización aún mayor de un Líbano que desde el asesinato de Hariri vive en la cuerda floja. La complejísima variedad política del país tampoco hace esperar una postura definida ni efectiva; y Hizbulá se ha convertido, ya, en el verdadero gobierno en la sombra del Líbano.

En cuanto a Hamás y a la propia Autoridad Nacional Palestina (ANP), es evidente que la intromisión de Hizbulá en el delicado escenario palestino-israelí va a ser como la caricia de un escorpión, un regalo envenenado del que deberían desentenderse si aún les quedara alguna agudeza política. Mal le iba a la ANP cuando un personaje como Jáled Méshaal, huésped de honor de Damasco, cliente preferencial de Teherán y factótum en la sombra del aparato militar de Hamás se erigió hace dos días como "portavoz único del pueblo palestino", en la crisis del rehén Gilad Shalit; pero peor aún será elegir como cicerone de este laberinto al inquietante jeque Hasan Nasrallah, lugarteniente de Irán en la zona al frente de Hizbollah, organización ampliamente considerada como terrorista.

Mientras tanto, Israel se ha movido y la agenda de todos ha cambiado: la comunidad internacional deberá involucrarse, a ser posible superando con medidas concretas los melifluos llamamientos al desarme y la concordia, que esta parte tan seca del mundo son más papel mojado que en ninguna otra.

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